El es viejo y ha visto
ponerse el sol severo,
muchas tardes de junio, casi infinitas tardes de diciembre.
En primavera rojo,
pálidos en fríos últimos.
Y allí está ese portón que encima pone:
"Bar El Consuelo". Su sandalia ha pisado,
ingresando en la niebla del aliento reunido.
Desde el pie a su garganta,
cual todos: unos trozos de pana, paño a veces,
y una camisa viva,
ah, sí, vivida,
colgada de unos hombros trajinantes.
Encima, apenas justo, el cuello estriado,
caliente si cobrizo,
por sostener esa cabeza entera
que allí el tiempo obtuviese.
Borrasca y calma a solas.
Los revueltos bigotes, maleza gris, silencio;
las labradas cortezas, cual si el cincel ahondase,
y esa mata furiosa, inmóvil--brillo a veces--,
que atormentada irrumpe.
Debajo están los ojos: calma triste.
Oh, qué sabio reposo,
respuesta, no pregunta,
que mantuviese lumbre entre más sombras.
En las tardes caídas
Allí a la puerta fuma. El humo lento, de los ojos vela
la luz azul callada,
el azul enterado, siempre el mismo.
Por las mañanas hace
labor en otros troncos: maderas y volutas, mientras en la penumbra
el brazo da a la sierra.
Una materia arroja
la gracia o la viruta: espuma viva,
y él al caer la tarde--el brillo ardido--
Su herramienta depone.
Algunos días vaca
para otro menester. Con tablas toscas,
casi siempre, a veces bien pulidas,
caja compone a la medida justa:
el tamaño del hombre.
Este cuerpo enterizo, al pie de un árbol
o entre tomillo humilde,
o junto al lienzo blanco,
cava y más cava, y su tesoro ríndese.
Pesado y lento baja;
No brilla; allí da fondo.
Cuando el hacer termina
con el día, él apura
sus pasos. "El Consuelo". Y va a sus muros.
Allí Rafael el trajinado y Blas furtivo y Luis, y el niño rubio
que al mostrador reparte fuego, en sombras,
o luz del sol: ¡oh, vino claro ardido!
Y Juan que fuma, quema
ceniza. Y más. Luego a la puerta
mira a la noche, la corona de luz que ella ha apagado,
y está la calle en sombra.
Al fondo, allí, la fuente:
"Reinando Carlos IV...". Y justo, a oscuras,
siente caer del agua el chorro inmóvil.
¡Oh, sin tregua, presente!
ponerse el sol severo,
muchas tardes de junio, casi infinitas tardes de diciembre.
En primavera rojo,
pálidos en fríos últimos.
Y allí está ese portón que encima pone:
"Bar El Consuelo". Su sandalia ha pisado,
ingresando en la niebla del aliento reunido.
Desde el pie a su garganta,
cual todos: unos trozos de pana, paño a veces,
y una camisa viva,
ah, sí, vivida,
colgada de unos hombros trajinantes.
Encima, apenas justo, el cuello estriado,
caliente si cobrizo,
por sostener esa cabeza entera
que allí el tiempo obtuviese.
Borrasca y calma a solas.
Los revueltos bigotes, maleza gris, silencio;
las labradas cortezas, cual si el cincel ahondase,
y esa mata furiosa, inmóvil--brillo a veces--,
que atormentada irrumpe.
Debajo están los ojos: calma triste.
Oh, qué sabio reposo,
respuesta, no pregunta,
que mantuviese lumbre entre más sombras.
En las tardes caídas
Allí a la puerta fuma. El humo lento, de los ojos vela
la luz azul callada,
el azul enterado, siempre el mismo.
Por las mañanas hace
labor en otros troncos: maderas y volutas, mientras en la penumbra
el brazo da a la sierra.
Una materia arroja
la gracia o la viruta: espuma viva,
y él al caer la tarde--el brillo ardido--
Su herramienta depone.
Algunos días vaca
para otro menester. Con tablas toscas,
casi siempre, a veces bien pulidas,
caja compone a la medida justa:
el tamaño del hombre.
Este cuerpo enterizo, al pie de un árbol
o entre tomillo humilde,
o junto al lienzo blanco,
cava y más cava, y su tesoro ríndese.
Pesado y lento baja;
No brilla; allí da fondo.
Cuando el hacer termina
con el día, él apura
sus pasos. "El Consuelo". Y va a sus muros.
Allí Rafael el trajinado y Blas furtivo y Luis, y el niño rubio
que al mostrador reparte fuego, en sombras,
o luz del sol: ¡oh, vino claro ardido!
Y Juan que fuma, quema
ceniza. Y más. Luego a la puerta
mira a la noche, la corona de luz que ella ha apagado,
y está la calle en sombra.
Al fondo, allí, la fuente:
"Reinando Carlos IV...". Y justo, a oscuras,
siente caer del agua el chorro inmóvil.
¡Oh, sin tregua, presente!
VICENTE ALEIXANDRE
(Premio Nobel de literatura 1977)
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